Notas sociales #123
19/10/2024 al 22/10/2024
¿Escribes o lloras?
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Hoy, hace cuatro años, murió papá. Su partida física pavimenta la normalidad con la que el mundo gira. Yo seguí la Universidad, me mudé con mamá para acompañarla, aprendí — me engaño — a manejar.
Lo que queda de él, además de recuerdos y el duelo continuo, es una cajita de cenizas en el escritorio donde suelo escribir. Debe estar cansado de oírme teclear, mascullar. Sinceramente, nunca lo había tenido tan cerca de mis quehaceres. Papá con mis quehaceres era distante, en la otra punta del pensamiento, un universo sin origen.
Sin embargo, nunca fue una ausencia. Era una tormenta que nunca se dispersaba. No era mi amigo, y pienso que nunca tuvo intenciones de serlo; de hecho, ante los altercados nunca ofreció una sola disculpa por su dureza o por su poca capacidad de comprender a sus hijos — sí, en plural, pues me niego a pensar que yo era el único banco donde depositaba su incomprensión — . Hacía lo justo: llevar una casa y esperar que mamá y yo lo soportáramos dentro de su millones de incoherencias. No era un mal tipo, excelente médico, diligente y apasionado por su área; solo, digamos, limitado para enfrentar la hostilidad del mundo de una manera que no fuese, valga la redundancia, hostil.
Creo que mi papá no sabía querer. Me culpo un poco por no intentar explicárselo. Acepté lo que papá era en mi adultez consciente, y me enorgullezco porque hice llevadera nuestra relación, suavizando muchas de las asperezas que cargaba desde mi adolescencia. Como dije, no era mal tipo, nos cuidaba; proveía en la casa, en mi educación, en mis caprichos. No sé si estaba orgulloso de mí; la única vez que me lo dijo — que yo recuerde — él estaba borracho y a las dos horas de esa declaración peleábamos.
No sé. Papá me subestimaba tanto como yo a él, me parece. El que yo no comunique mis cosas, parte de mi vida, lo que quiero hacer, en casa, se lo atribuyo. Es el creador de mi mutismo, cosa que intento arreglar cuando hablo con mamá. Cuesta mucho, como la subida de un cerro en el que nunca para de llover.
(Papá me presentó los libros. Él no era más que lector de trabajos académicos, y aun así percibió que necesitaba entrar en el mundo de la literatura. Me regaló los tres primeros tomos del niño mago, del niño que vivió, ya saben. Ojo, esto lo hizo para que me despegase de los videojuegos, cosa que no pasó).
Papá se fue, espero, que tranquilo.
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Ojalá algunas experiencias individuales pudiesen negar algunas experiencias colectivas.
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Los ídolos han de morir para que sobreviva todo lo que valga la pena.
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En definitiva, la literatura debería servir para que no se me quemen los equipos cada vez que hay un bajón de luz.
(Me quedé sin microondas).
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Sobre la lengua en el metal.
Intuyo que el español calza mejor en la vocalización, en el canto, de géneros como el heavy, power, punk, ska, donde la instrumentalización está en segundo plano. Con esto no niego la destreza técnica que hay detrás, sino que me parece que estos son fuertes en el espacio lírico.
El inglés, por otra parte, se mueve mejor entre guturales. No solo por la cadencia, la construcción de las frases — no es octosilábica — sino por la propia naturaleza sajona, cercana a un estado salvaje. No es gratuito que los géneros que hayan adoptado esta modalidad sean los extremos.
El español es para ser recitado; el inglés, berreado.
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Leído en Goodreads a propósito de La tentación del fracaso (Ribeyro): «¿Y si la gran novela latinoamericana es un diario íntimo?».
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Amar a alguien es quizás aceptar que otros podrían amarlo.
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Mientras más atorrante la música, más pega. Si es reduccionista, probablemente sea un síntoma de alienación.
El arte no tiene tanto nivel de subjetividad como queremos creer.